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Sala Oskar Kokoschka
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Galería de Expresión Autónoma

Espacio de / para Creadores Mal-ditos

Kokoschka era hijo de una familia de artesanos y creció en un suburbio recién incorporado a la periferia de Viena que pasaba de aldea rural tradicional a anodino límite urbano. Cerca de su modesto hogar había un parque público donde el niño jugaba. En otros tiempos el Parque Galitzinberg había formado parte de una finca aristocrática ...

No sólo los pilluelos como Kokoschka frecuentaban el jardin, sino también gentes de mejor condición. Oskar se hizo amigo de dos niñas que iban al parque con su madre. Ésta le caía antipática por sus ínfulas culturales: leía novelas francesas, insistía en la corrección de los modales y servía el té à l'anglaise a las cinco en punto de la tarde. A pesar de su disgusto por la madre, el chico disfrutaba con las niñas. A una de ellas la admiraba por su mente y su gracia. La otra, que se balanceaba en el columpio con las ropas en desorden, provocó su despertar sexual.

En un jardín rococó, el chico de clase baja fue consciente de los "hechos crudos y desnudos" revelados por una niña de la clase alta. El instinto sexual se abrió paso a través del barniz de una civilización elegante. Para Kokoschka, el crecimiento no significó la iniciación en la cultura, como para sus predecesores, sino la afirmación de nuestra naturaleza animal, al mismo tiempo atormentada y gozosa.

 

En la escuela, el joven Oskar se había enterado de los dos grandes inventos simultáneos que anunciaban los tiempos modernos: la imprenta y la pólvora. Puesto que la primera daba por resultado la diabólica invención de los libros de texto se volcó, nos dice, en la exploración de la segunda.

Un día, equipado con pólvora casera, Oskar fue al jardín palaciego donde jugaban sus amigas. Debajo del árbol donde colgaba el columpio había una multitudinaria colonia de hormigas: allí colocó Oskar su carga explosiva. Cuando todo estuvo dispuesto, a las cinco en punto, la detestada hora del té, Oskar "arrojó la antorcha al mundo".

La explosión fue incontrolable, sobrepasando todas las expectativas del destructor. La ardiente colonia de hormigas voló por los aires con un estampido atronador. "¡Qué horrorosa belleza!": Los cuerpos chamuscados y los miembros sueltos de las hormigas caían retorcidos sobre el bien cuidado césped. Encontraron a la inocente seductora sin conocimiento debajo del columpio.

Se reunieron las fuerzas de la civilización. La madre llamó al guardian del parque. Oskar fue "desterrado del jardín del Edén". A diferencia de Adán, el joven Oskar, moderno, de clase baja y obstinado, se negó a aceptar el destierro como definitivo. Aunque el anciano guardián cuidaba la entrada "como el ángel Gabriel", el joven rebelde encontraría una vía de acceso. Detrás del jardín había un vertedero municipal con un promontorio que Oskar podía escalar para ingresar desde el fondo. Trepó, pero le aguardaba el desastre. Perdió pie.

Sólo la fantasía expresionista podría haber imaginado lo que siguió. Hundiéndose en el vertedero, Oskar aterrizó sobre el abotagado cuerpo de un cerdo en estado de putrefacción. Del animal muerto se elevó un enjambre de asquerosas moscas que picaron al desventurado muchacho. Oskar volvió a su casa para meterse en cama, víctima de una grave infección.

Tendido en el lecho, el afiebrado hermano de Adán vivió experiencias psicológicas que contenían el torturado destello de la visión pictórica expresionista: en la base de su lengua se instaló una mosca que giraba incesantemente, despidiendo larvas a su paso. El empapelado de la pared ardió en giratorios soles verdes y rojos. La víctima sintió que su cerebro se disolvía en un repugnante líquido gris. En La mirada roja [Der rote Blick], Arnold Schoenberg captó un estado de angustia psicofísica del tipo descrito por Kokoschka.

[CARL E. SCHORSKE]



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